Una laberinto correteaba en la palma de mi mano mientras mi quebradero de cabeza causaba catástrofes.
Los cristales chasqueaban al compás de mi pies de vals. Mas la brisa que se colaba por un rasguño de la pared elevaba mi pelo y vestido.
Subí las escaleras, aferrándome en el pasamanos por el que seguramente una princesa o bella dama posó sus manos de terciopelo. Un corazón pobre rozando cada rincón de la casa.
Mis manos sucias surcaron el espejo por el que algún conde miró su rostro, dándose cuenta de la desgracia que era el dinero sin amor, creer tenerlo todo cuando en verdad no tienes ni la más mínima mota de polvo.
Acaricié aquel piano roto de el salón, el que entonó los latidos y dio vida a la muerte. Rasqué con las uñas el marco de la puerta y desaparecí, para escribir y volver a las andadas. Para volver a entrar en una casa abandonada. Para así saber quién soy, amar el silencio que rumia la madera y ser un poco más feliz si cabe...
Nunca un piano necesitó partitura alguna para crear la melodía magnífica. Pero este piano viejo reclama partitura y pianista que quiera hacerse con sus entrañas. Y una vez dentro, el pianista no abandonará las ruinas de la mansión.