Por las calles de la locura, donde florece cual primavera.
Llenando de rocío hasta el último tramo del fin de las entrañas.
Algunos dirán que la soledad no viene de mi mano estos días y verdad es, pues el violín que llevo en la espalda junto con mis dedos crean la partitura de "la primavera".
¿A dónde voy una vez perdido el norte? Y con la estrella polar en mis manos. Dejaré que actúe cual vela, alumbrándome en noches en las que sus contrincantes, infinitas estrellas, hacen brotar su envidia (pues ellas, están ahí arriba, en lo alto. Y ella, ha caído del cielo para estar atrapada en mis manos).
Pero aún con un ápice de cordura me pregunto cuán maquiavélico es el destino. Por hacer caer una estrella a mis pies, perder mi rumbo y retorcerme en un laberinto de dudas; las cuales pregunto a la voz que jamás va a contestarme, la voz que silenciará la mía, el tiempo.
Ambos infinitos para sus propios conceptos. Hacen temblar a los humanos.
Incluso las golondrinas atormentadas huyen en su contra, sabiendo que una vez dada sea la vuelta al mundo, volverán a chocarse contra sí mismas. Pero con tales cabezas de pájaros mejor no contar. Bécquer crearía poemas encerrándolas en jaulas, pero maldito sea que las encerró en estaciones. Y las encontraré una vez pasada la primavera. Igual da, pues siempre están ahí.
Dormiré en mis nubes y en los numerosos castillos que creé tanto en Infancia como Adolescencia. Y volaré hasta allá con las alas que me fueron otorgadas, aunque no sepa el color, pues dicen las lenguas que mirar para atrás no es aconsejable. Algún día me giraré y veré su negrura o su blancura, o quizá el intermedio gris. Desde la cima de mi mundo, miraré a aquellas fragilidades que se hacen llamar bailarinas, personas débiles en mi nube. Y veré con dos ojos y desde lo alto más que los presentes pisando tierra ven.
Que espere mi siguiente comedero de estación, pues surcaré los campos de fresas a mediados del verano.
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