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domingo, 9 de marzo de 2014

RAVEN'S HYMNAL

Abriéronse las puertas del cielo en el óbito crepuscular y un hombre de plumaje negro, aquel hombre, atreviose a cruzar.
Larga nariz tenía y brillaban más sus ojos que las estrellas pacientes en un cielo azul oscuro casi negro. Sus pisadas se enredaban con el susurro del viento entre el mármol y las almas de los muertos. Así se alzaba el cementerio, en una colina donde la soledad y el sueño serían eternos. Silbaba pues el hombre, el himno de los cuervos y entonces aquel lugar, se llenó de ellos. Su sombra de córvido majestuoso hacía a la vida temer, aguardando con recelo fuera de las puertas del cielo. No se detuvo a observar a algún necrófago manjar, prosiguió su destino, con los ojos negros perdidos perdidos en el vacío existencial. El hombre giró a la izquierda y por fin, se detuvo.
En la luz consumiéndose podíamos observar lo que él en silencio sus pupilas miraban y no siendo capaz de aún averiguar el nombre, pude ver un epitafio que decía así:

¿A qué temen los cuervos? A amar

Meros entonadores de un futuro réquiem temiendo amar.
Los cuervos viven y cuando aman saben cuándo llegará muerte, miran al amor de su vida y creen que aun acertando siempre, por una vez se equivocarán y sí, están equivocados si piensan que podrán engañarse a sí mismos, a la propia muerte. E aquí un cuervo enamorado de los restos de lo que un día fue su amor, con la vana esperanza de que tras esa lápida aún palpite un corazón, aún se pueda ver en el pecho la respiración. Su pico rompería el mármol en mil pedazos y sería la llave del ataud, sin duda al abrirlo se quedaría esperando, paciente como quien espera eternamente, hasta el día en el que los ojos sin vida volvieran a abrirse. Los sabios secos pronunciarían las palabras más bellas y habiendo olvidado a utilizar el cuerpo, el cuervo se abrazaría a las costillas de quién amó, ayudándole a erguirse en la vida que piensa que no acabó. Pero en vez de semejante acto, sólo se digna a observar, a clavar el reflejo del alma más allá de un nombre y un epitafio.

El hombre alzó su ala y la posó sobre su pecho y aquella vez, no latió el corazón

El silencio de los cuervos ahogaba el lar. El hombre notó su presencia enjaulada, caviló unos instantes hasta que llegó a la conclusión de que era la hora. Era el momento en el que el cuervo anuncia su muerte, cuando su mester debería ser anunciar la muerte de cualquier inocente.
Su plumaje iba desnudando su piel, cayendo con letargo al suelo, donde hace años pisaba él, con el reloj de la vida acabando de florecer. Se dejó morir, entonces el réquiem de los cuervos sembró la noche no sólo en el cielo, si no en la faz del mundo entero. En la desnudez del cuervo hallóse la piel nívea siendo símbolo del vacío de aquel cuerpo. Todos los ojos se clavaron en el cielo, y la luz enmudeció al silencio.

Ha muerto el cuervo, ha muerto el hombre, ha muerto su temor a amar viviendo.